jueves, 23 de julio de 2015

LA SANGRE DE LOS NUESTROS (Babiluno).




Es una mentira, como de aquí a Lima, que yo sea más duro que el Energúmeno. Ciertamente, todos pudieron ver como el gigantón empezaba a llorar como un niño mientras yo mantenía el tipo sin derramar ni una sola lágrima, pero esto no significa nada. Algo se rompió dentro de mí. De hecho, no he vuelto a pegar ojo desde entonces. El terrible recuerdo de aquel río de sangre discurriendo bajo nuestros pies, me persigue día y noche.
Dicen que no lloré. Que no tuve lágrimas para un momento así. Y tiene su explicación. Por aquel entonces, casi todas las mañanas salía de casa llorado. Sí, sí, llorado. Antes del desayuno me pegaba un buen sofocón que me vaciaba de cobardía y me ayudaba a enfrentar todas las perrerías del día con la firmeza de quien ya no tiene lágrimas que derramar. No necesitaba más para capear un día complicado. Pero el truco no se reveló tan infalible como yo creía. Ahora sé que hay sucesos tan cafres que no se pueden afrontar con los ojos vacíos de lágrimas, porque al final, no queda otra que desahogarse o reventar. Y yo reventé.
Todo empezó con una llamada de móvil en un frío atardecer lluvioso. Me pilló en plena calle, pugnando con una gorda que se empeñaba en continuar caminando bajo la protección de las cornisas de los edificios. Y no me hubiera importado cederle el paso como un buen galán de película, si no fuera porque ella era la única que llevaba un paraguas, además, como un piano de grande. Plantados cara a cara, yo no pensaba apartarme de los aleros. Sonó mi móvil y hasta lo saqué del bolsillo como quien desenfunda en un duelo. Pero el acento agrio de mi interlocutor me despistó y no pude evitar ser desarmado y arrollado por la vacaburra pianista. Desde el suelo, pude escuchar al Presidente de la comunidad vociferar entre el chapoteo de las gotas de lluvia. Gritaba que no estaba dispuesto a continuar hablando con alguien mientras meaba y que le llamara cuando acabara. Raudo, me incorporé y recogí el móvil del suelo, pero ya solo se escuchaba el repetitivo “pi-pi”. Estaba empapado y tampoco me pareció algo tan horrible, así que continué mi camino bajo la lluvia.
El cabreo del Presidente estaba justificado. No porque la llamada me hubiera sorprendido en el baño, claro, sino porque en varias ocasiones me había ordenado que convenciera al propietario del unifamiliar 19 para que abandonara nuestra comunidad y, la verdad, me negaba a cumplir semejante encargo. También, tengo que reconocer que desobedecer al Presidente, me producía una cierta satisfacción personal porque el tipo era más insípido que el escaparate de una ortopedia. Sin embargo, lo que son las cosas, su planta elegante y su refinada facilidad para la dialéctica le habían convertido en un firme candidato para la alcaldía del pueblo. Su estrategia electoral se basada en mostrar la comunidad de propietarios que presidía como un ejemplo perfecto de lo que podría llegar a hacer con todo un pueblo si alcanzaba el poder, pero para eso, el sucio Ermitaño debía desaparecer de la escena. En fin, que tras una nueva conversación donde me recordó que los Presidentes ponen y quitan Administradores, terminé reblando más que con la gorda del paraguas, y me dirigí al unifamiliar 19 para ver qué se podía hacer.
La casa del Ermitaño tenía la puerta siempre abierta, así que pude entrar sin avisar. Dentro, las tinieblas me rodearon. Si los ermitaños eran capaces de distinguir tantas tonalidades del color negro como los esquimales lo consiguen con el color blanco, seguro que el propietario del unifamiliar 19 se movía por esta oscuridad como Pedro por su casa. Pero yo, ni esquimal ni ermitaño, avancé de tortazo en tortazo hasta que pude vislumbrar una tenue luz que provenía de una habitación perdida en la segunda planta del edificio. Allí encontré al Ermitaño sentado en el suelo junto a una vela. Me hizo señas con la mano para que entrara. Era un revoltijo de pelo y polvo. Como si un dios hubiera barrido el unifamiliar abandonado durante mil años y hubiera acumulado toda la suciedad en una esquina de la última habitación para después, insuflarle un halo de vida. Entonces, milagrosamente, la bola informe habló:
-Buenos días, amigo. Espero que no me hayas roto nada por el camino-, me dijo con ironía viendo como me rascaba algunos chichones.
Le sonreí. El Ermitaño era un buen hombre que había ido entregando todas sus posesiones entre las personas más necesitadas. Sabía perfectamente que lo único que se podría haber roto durante mi torpe recorrido era mi cabeza.
-Al escuchar tantos cocotazos, he pensado que venía de nuevo el Energúmeno. Pobrecillo, siempre dice que soy su faro, pero poco debo iluminar cuando le cuesta tanto sufrimiento encontrarme-, comentó el Ermitaño con una amplia sonrisa. Y es que el Energúmeno, se presentaba cada dos por tres en la casa del Ermitaño para pedir consejos por los asuntos más curiosos. Sin ir más lejos, esa misma mañana había pasado por allí porque una idea le inquietaba enormemente. Quería saber si alguien podría morirse el mismo día de su cumpleaños. Aunque el Ermitaño había tratado de explicarle la cruda realidad, finalmente se había rendido. El Energúmeno, mitad niño, mitad bestia, no se fue tranquilo hasta que su maestro le dijo que no, que aquello era imposible. -Y además, las personas buenas no deberían morirse ni siquiera siendo el cumpleaños de otro-, le había terminado por decir.
-Siéntate por donde quieras, Como ves, nada tengo. Ahora ya solo puedo dar buenas recomendaciones, así que tú me dirás en que puedo ayudarte, amigo-, me dijo de una forma pausada.
Como un vil peón del Presidente, le expuse el motivo de mi visita y esperé impasible la llegada del temible rollo hippy del tipo “hermano sol, hermana luna”. Sin embargo, el desarrollo de la velada no pudo ser más diferente.
-Mira-, me dijo con dulzura, - encontrar el sentido de la vida cuesta. Yo empecé siendo seminarista. Entonces pensaba que ese era mi camino y el propósito de mi existencia, hasta que un hecho pequeño, pequeñísimo, lo cambió todo de golpe-. Ya en ese momento, su voz hipnótica y la curiosidad por su recién iniciado relato, me tenían atrapado. Continuó hablando de forma sosegada:
-Un día nos visitó el señor Obispo. Fue todo un acontecimiento para el pueblo, y para mí, porque me habían asignado marchar a su lado. Me sentía tan orgulloso de ser el elegido...La gente se agolpaba a nuestro alrededor mientras la policía nos iba abriendo paso. Todo parecía ir normal hasta que una humilde mujer se abrió camino airadamente entre el tumulto. A empujones, atravesó el cordón policial y cayó de rodillas frente al Obispo. Éste, le mostró el dorso ensortijado de la mano y la mujer empezó a comérselo a besos. Entonces, se volvió a mí y elevando hacia el cielo el báculo que portaba con la otra mano, me dijo: “Ves hijo mío, todavía queda fe en el mundo”. Acto seguido, las fuerzas del orden la agarraron de los pelos y nosotros continuamos nuestro recorrido. Por el rabillo del ojo pude ver como la mujer se quedaba atrás recibiendo la del pulpo. En fin, una somanta de ostias que hubiera puesto los pelos de punta al mismo el Lute. Desde ese momento, decidí que serviría a los demás de otra forma. Y esa forma, más cercana, se ha convertido en el sentido de mi vida. Y bueno, ahora vienes a mi casa y me pides, en nombre del Presidente de la comunidad, que la venda y desaparezca. Pues bien, dile a ese Presidente que no. Y es que no, porque ésta es mi casa, pero además, ésta es la casa de todos. Desde aquí, ayudo y aconsejo a todo el que quiera venir. A cualquiera. -
-A cualquiera que consiga llegar con la cabeza entera-, bromeé con la intención de pasar página lo antes posible. Estaba avergonzado por mi osadía y quería capitular ya.
El Ermitaño valoró mi gesto y se echó a reír. Rebuscó entre algunas cosas desordenadas y sacó una botella de vino.
-Bebamos. Este vino no llegó a ser consagrado pero de todas formas, sigue siendo un gran vino.
Como si nos conociéramos de toda la vida, estuvimos horas conversando sobre lo humano y lo divino planteando argumentos tan diáfanos y razonables a todos los misterios que nos rodean que hoy tengo la sensación de haber pasado uno de los momentos más enriquecedores de mi vida. En mitad de la penumbra, cientos de ventanas se abrieron ante mí.
Tan enfrascados estábamos en nuestra charrada, que el tiempo se nos pasó volando. Cuando acabamos de arreglar todos los problemas de la tierra y del cielo, la botella de vino ya solo servía para sujetar una vela que se iba deshilachando a lo largo del vidrio. El Ermitaño la apagó de un soplido, me cogió del brazo y distinguiendo cientos de tonalidades del color negro, nos dirigimos al exterior sin pegarnos ni un solo trompazo.
-¿Sabes una cosa, amigo mío?-, me dijo desde la oscuridad más absoluta. –Dios nos tenía que haber creado borrachos-. No dije nada. Nada se podía decir. Estaba tan claro como la luz del día que nos esperaba a la salida del unifamiliar.
-Ermitaño, ¿y no tienes miedo de que se cuele algún indeseable en tu casa?-, le pregunté en la calle, golpeando con los nudillos la puerta siempre abierta.
-Todo lo contrario. Antes, cuando cerraba la puerta, vivía un infierno. Salía de casa y una y otra vez volvía para comprobar si había echado la llave a la cerradura, o si había quitado el gas, o si me había dejado las luces encendidas. Un trastorno de no se qué, me dijeron los médicos. Ahora, ya no tengo miedo. Sin nada, soy libre. Me despedí. Por el camino iba pensando que, tal vez, pudiera prescindir de todas las cosas que tenía. O de la mitad. Para cuando llegué a mi casa, ese tonto pensamiento ya había desaparecido de mi mente por completo y me senté en mi sillón preferido a consumir televisión.
No tuve valor para contarle la verdad al Presidente de la comunidad, y se quedó con la copla de que el Ermitaño peludo abandonaría la urbanización de un momento a otro. El caso es que dos semanas después, me volvió a llamar todo furioso. Me lo imaginaba echando espumarajos por la boca porque se ahogaba al intentar contarme algo que en lo que llegué a entender, me pareció increíble. Con mi tímpano todavía pitando, salí a la calle y casi me da un patatús cuando me encontré al Ermitaño, repeinado y con corbata, en un enorme cartel electoral con el lema: “sin pelos en la lengua, por un mundo mejor”.
Un gran número de personas agradecidas por el comportamiento bondadoso del sabio Ermitaño, se habían reunido en su casa y le habían convencido para que optara a la alcaldía del pueblo. Entre ellas, se encontraba la madre del unifamiliar 53 que había podido, gracias a su ayuda, colocar una cruz en el fondo de la piscina de la urbanización como recuerdo a su niñito ahogado. Es verdad que en verano había que andarse con ojo para no dejarse la piel en aquella cruz de carretera, pero la orden del Presidente para que la retiraran fue de una insensibilidad pasmosa. Hasta los bañistas que salían de la piscina lesionados, entendían que el dolor de una madre es algo sagrado.
Se había iniciado la campaña electoral más apasionante de la historia y cada uno, tras el pistoletazo de salida, se movilizó a su manera. El Presidente, como buen político, se pasó el tiempo soltando promesas de dudosa ejecución entre apretones de manos falsos y besos fingidos. Por otro lado, el Ermitaño, persona muy apreciada por todos, pensó en hacer algo distinto y realizó un llamamiento para donar sangre en el hospital del pueblo. El acto solidario fue todo un éxito. Ver las colas diarias de personas esperando el turno para entregar su sangre con el único interés de ayudar a los demás, fue realmente conmovedor. Hasta yo, con el pánico que le tengo a las agujas, me animé a colaborar en ese esfuerzo colectivo. Como era de esperar, al Presidente nadie le vio el color de su sangre.
La campaña electoral no había llegado a su final y el Presidente ya empezaba a sentir el amargo sabor del fracaso. No queriendo aceptar su destino, pensó que sin contrario, no podría haber derrota, así que planeó acabar con el Ermitaño antes de la jornada electoral. Sin términos medios. Acabar del todo.
El Ermitaño no hubiera cambiado la fecha de su cumpleaños ni por todo el oro del mundo. Nacer el mismo día de Navidad siempre le pareció una señal divina. Era un día de paz y felicidad para todos y, claro, un día muy especial para él. Pero el Presidente de la comunidad no lo entendió así, y designó cuidadosamente los personajes que los vecinos debían desempeñar en el belén viviente que se organizaba todas los días de Navidad en la zona común de la urbanización, para que el día del cumpleaños del Ermitaño se convirtiera en un drama.
El día de Navidad, los personajes fueron entrando en el belén. El gigantesco Energúmeno apareció vestido de pastor llevando una vaca sobre los hombros y se situó cerca del portal. La revieja de los 157 años, con una vitalidad propia de San Vito, empezó a saltar de aquí para allá como un ángel saltimbanqui, dando la Buena Nueva con unas alas de algodón pegadas a la espalda. En cuanto a la “Agrupación Pacífica con Antorchas”, disfrazados de guardia pretoriana, se repartieron por los vestuarios de la piscina que recreaban ser un castillo romano. Desde ahí, el Presidente, encarnando a Herodes, exhibía toda su autoridad. Poco a poco, el resto de los vecinos fueron ocupando su lugar en el belén viviente. Los personajes más apetecibles, como era de esperar, habían sido nombrados a dedo por el Presidente. Sus familiares se situaron dentro del portal y tres amiguetes suyos, aparecieron vestidos de Reyes Magos. Del Ermitaño y de mí, se vengó desterrándonos a la zona ajardinada más alejada del nacimiento, que simulaba ser los montes de Palestina. Mi compañero hacía de pastorcillo solitario preparando unas migas, mientras que a mí me tocó ser el hombre que caga. Y tal vez, mi propio personaje me salvó el culo, porque escondido tras un murete, pude ver como el Presidente se acercaba hasta el fuego donde el Ermitaño cocinaba sus migas, y le tiraba de las orejas de forma sospechosamente amigable para, con disimulo, manipular la bombona de butano que debería explotar tras su marcha. Pero algo falló y la espantosa detonación se produjo en el acto. La abuela sorda de Gila hubiera chillado “champán, champán”, pero la verdad es que nosotros, cumpliendo con nuestro papel de figuritas de un belén, nos quedamos paralizados ante el fenomenal cañonazo. Solo los componentes de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” salieron corriendo de los vestuarios, como pollos sin cabeza, gritando que otro coche bomba había explotado en Tierra Santa. Y yo, con los pantalones bajados.
Los enfermeros de la ambulancia contaron que los dos candidatos iban ocupando las camillas laterales del vehículo y que se tiraron todo el viaje pegándose manotazos como críos, para ver quien se quedaba con el último guantazo. Es difícil de creer si tenemos en cuenta las pintas que presentaban los dos tras el petardazo, pero nunca se sabe. La rabia puede levantar a un muerto de su tumba.
Rabia, rabia es la que sentimos todos cuando conocimos lo que pasó en el hospital. Porque los dos candidatos llegaron a la vez, los dos presentaban el mismo cuadro médico y los dos eran del mismo grupo sanguíneo, pero solo uno de ellos recibió la sangre que necesitaba. El Presidente había tenido las fuerzas suficientes para, aprovechando sus enchufes políticos, dar la última orden.
Es probable que una sola transfusión de la sangre que todos habíamos donado de forma altruista, hubiera sido suficiente para salvar la vida del Ermitaño, pero no le llegó ni una sola gota. Bolsa a bolsa, toda la sangre ajena iba entrando en el cuerpo del Presidente mientras el Ermitaño languidecía a su lado. Una de las enfermeras contó como el Presidente levantó la cabeza por última vez y se giró para comprobar la palidez cadavérica de su contrario. Entonces, se volvió hacia ella de nuevo y le agarró con sorprendente fuerza del brazo para susurrarle torciendo la boca: “Más, más. He dicho que no le quede ni una pizca. Aquí todavía mando yo”.
No se sabe a ciencia cierta los litros de sangre que pudieron entrar en el cuerpo del Presidente, aunque hay quien dice que se hinchó y se deformó hasta no parecer un ser humano. Da igual. Uno por recibir mucha sangre y otro por no recibir ni una gota, ambos candidatos a la alcaldía del pueblo terminaron palmando, eso sí, vestidos como bonitas figuras de un belén navideño.
Al día siguiente, el cementerio del pueblo abrió las verjas para recibir a sus dos nuevos huéspedes. Primero se emparedó al Presidente, con todo el boato y ostentación que requería un acto más administrativo que afectivo. Poco a poco, el enorme cajón fue entrando a duras penas dentro del pequeño nicho. La mayor parte de los asistentes, componentes numerarios del mismo partido político que el fiambre, no paraban de sonreír mientras movían los pies al son de las marchas fúnebres que interpretaba la banda del pueblo que había sido contratada para el evento. Llegado el momento del aperitivo y sin concluir la ceremonia, todos los bailarines desalojaron el cementerio a toda prisa acompañados por la banda que cambió el repertorio, a petición de los políticos, por algo de salsa y merengue. Pero el Presidente no se quedó solo. Algunos vecinos permanecieron hasta el final para asegurarse que era enterrado como dios manda, no fuera a darle por resucitar, y después, esperaron pacientemente al siguiente de la lista. Antes de la hora, cientos de personas ya se agolpaban para dar el último adiós al Ermitaño. La banda del pueblo volvió para interpretar gratis los mismos temas fúnebres que antes había tocado cobrando religiosamente. Una profunda tristeza embargó toda la ceremonia y cada uno aprovechó para comentar algún momento entrañable vivido con el hombre bueno. El confesor del Ermitaño en su época seminarista comentó, de forma cariñosa, que era el estudiante más pelmazo que había pasado por el seminario porque tenía constantes ataques de escrúpulos. Nos explicó que un escrúpulo es la terrible inquietud que tiene una persona recién confesada al pensar que no ha manifestado claramente sus pecados o que ha cometido algún otro nada más dejar el confesionario. Ofuscado por estos pensamientos, el Ermitaño, tal y como salía del confesionario, volvía de nuevo para solicitar otro perdón, obligando a su confesor a permanecer metido en el pequeño habitáculo todo el día. La anécdota me hizo gracia y recordé la conversación que había mantenido con el Ermitaño en la puerta de su casa. Podría ser un poco obsesivo, sí, pero eso no empañaba su condición de gran persona.
De pronto, se escuchó un ruido parecido a la explosión de una bolsa de plástico llena de aire y se hizo el silencio. El golpe seco provenía de la pared de nichos donde estaba enterrado el anterior fiambre. Todos nos miramos sobrecogidos porque allí ya no quedaba nadie. Seguro que más de uno pensó que se trataba del propio Presidente que intentaba salir de su tumba. Al fin y al cabo, era el muerto más reciente de todos los muertos que habitaban esa parte del edificio. Paso a paso, nos fuimos acercando a la misteriosa pared de nichos, abandonando al Ermitaño. Entonces, todos pudimos ver, atenazados por el terror, como la sepultura del Presidente se teñía de rojo y empezaba a rezumar sangre que, poco a poco, se iba escurriendo por la pared hasta llegar al suelo. El caudal fue aumentando de tal forma que un manantial encarnado empezó a discurrir bajo nuestros pies, se encauzó hacia la salida del cementerio y se perdió buscando el mar. Bíblico. Bíblico y doloroso, porque ver discurrir nuestra propia sangre desperdiciada al lado de nuestro maestro y amigo, más seco que el esparto, nos hizo sentir a todos el santo lanzazo de Longino en nuestros costados. Yo venía llorado de casa, pero lo del Energúmeno fue otro cantar. El gigantón rompió a llorar como un niño y se desplomó de rodillas ante la mirada de todos. Después, con el aliento general todavía contenido, su otra mitad, la salvaje y poderosa, se impuso sobre su parte infantil y se irguió majestuoso sobre la sangre de los nuestros, soltando un rugido tan grandioso que dejó temblando a los vivos y a los muertos. Ni el niño ni la bestia alcanzaban a entender que el cielo no hubiera podido impedir la muerte de un hombre bueno el día de su cumpleaños.


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