jueves, 20 de febrero de 2014

SORDA SOLEDAD (Juan Serrano)


Sorda soledad






Me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio - sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad - mis amigos continuaron- y yo me quedé atrás - temblando de ansiedad - sentí un grito interminable que atravesaba la naturaleza. (Diario de E. Munch. Enero 1892)
Su carácter, un tanto agrio y estúpido. Herencia tal vez de su abuelo paterno que enviudó pronto. Es el cumpleaños de Mariana. Sus compañeros de trabajo han venido a felicitarla, y de paso se quedan a cenar en casa. Eusebio aguanta la velada, más por las artes amatorias de Mariana, que por su actitud hospitalaria. Como consorte, el hombre mantiene el tipo lo mejor que puede. Si del abuelo paterno, Eusebio heredó su mal genio, del materno heredó la sordera. De ahí su hosquedad y retraimiento. Le cansa la algarabía. De tanto tensar las antenas de su escasa audición, resentido anda, más que el resto de los invitados a la mesa de palabras borrachas, palabras con vino y carne a la brasa, palabras borrosas que con el ruido se le enredan en el silencio de sus entendederas, se le atascan las palabras como bolo ceruminoso en el galillo de su paladar acústico. Y es que para Eusebio, el silencio y el ruido son sinónimos.

Es muy duro para el pájaro tener alas, volar como el pensamiento, y sentir que el aire desaparece de sus orejas resecas. Es muy duro para el pez descuartizarse a coletazos contra las rocas alquitranadas en una playa ensordecedora de olas que chillan al compás estridente de gaviotas con disentería en el pico. Es muy duro para un sordo estar en medio de una reunión babélica, velada de voces opacas, y no entender ni papa, ser un muerto, anfitrión o convidado, poste sin hilos, un muermo, un tronco entumecido. Y encima tener que comportarse como cortés y atento diapasón de piedra.

Si al menos, Eusebio fuese una maceta, un florero, algo adornaría, y hasta ocuparía un lugar privilegiado en este festín de acúfenos meniéricos. Pero estar sordo en medio de este bullicioso brindis, es ser un orinal debajo de la cama, menos que un fantasma. El fantasma al menos espanta. El sordo no sólo está callado, sino que intimida y calla a todos los que le rodean. Su mudez amordaza las bocas ajenas. Eusebio se siente incómodo. Al menos, no en igualdad de condiciones.

Los compañeros, esta noche, parecen haber comido lenguas de cotorra. Es difícil para los amigos de Mariana compartir palabra alguna con Eusebio. El sordo no oye, pero los amigos, oyendo, tienen que tragarse las palabras insípidas de un sordo, siempre ausente, fuera de contexto. Una ventaja tiene Eusebio sobre el resto: es más cauto, sensible y perceptivo al mundo de la imagen. Y se entretiene, ajeno a la tertulia, poniendo a cada uno de los comensales la cara de un pez que más parecido tenga con su ademán o ridículo comportamiento: besugo, bacalao, ostra, boquerón..., y así hasta llegar a diez clases distintas de pescado, el total de los amigos de Mariana que completan la cena. Aunque Eusebio pasa ya de esa manida idea compensatoria y humillante de que los discapacitados son más hábiles en otras áreas y tareas. Por más que queramos enaltecer a la sordera, sólo existe lo que se oye, lo que se percibe. El aire es vida, y susurra; el fuego alienta y crepita; el agua mana y canta. Las pisadas de las sombras son rastros vacío en la penumbra, sordos ecos que asustan e intimidan. Más miedo sentimos de lo que no vemos ni oímos, que de aquello que con su realidad tangente nos asusta y hiere. Por eso, Eusebio es desconfiado, temeroso y receloso. Y las inteligibles voces de la sobremesa son pánico para sus fatigados tímpanos. Incomprensibilidad inaudita. El griterío de los compañeros de Mariana le causa pasmo y terror.

Al niño, la noche callada le da miedo. El fantasma más odiado para el niño es el silencio que le quema con agua hirviendo los ojos. En cambio, el silencio es la única persona que acompaña y entiende a Eusebio. El canto de la madre, su voz, ahuyenta el silencio acosador y estrepitoso, su música desvanece sombras, conjura dragones y demonios. A Eusebio las voces de los amigos de Mariana son duendes que a mordiscos le rebanan el cerebro. Para un niño sordo, no hay nanas que valgan. Para un niño sordo, no hay sones ni flautas. La voz es una caricia que canta el alma. El silencio es un desprecio, una insolencia, una pistola disparada. El silencio es la muerte para el niño. Por el contrario, el silencio es el verbo interlocutor de Eusebio, ventrílocuas estrellas para sus ojos cargados de sueños. 

Son ya más de las dos de la madrugada. El manto oscuro de la noche parlante y dicharachera es una daga en su atragantada garganta. La paciencia tiene un límite. La velada se alarga. Los chistes, las canciones, las risas elevan el tono. Eusebio está cansado. La planta de su cuerpo mustio, ya ni siquiera es visible para Mariana. Cerrados tiene los oídos. Y Eusebio como autodefensa se hace, además, el ciego. Entornado tiene sus párpados.

Y ahora, sí oye como los amigos le dicen a Mariana:

Pobrecito, tu marido de tanto aburrirse, se quedó dormido.


de su blog: Blao
5 de febrero, 2014


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