martes, 4 de junio de 2013

LOS ÁNGELES DE GOYA (Antonio Envid)

  


A la ermita de San Antonio de la Florida hay que ir dando un paseo, bajar con recogimiento por la cuesta de San Vicente y con ánimo peregrino continuar por el Paseo de la Florida, preparándose para irrumpir en un espacio sagrado. No precisamente religioso, si por religioso entendemos un lugar donde se residencia el símbolo de un santo o de la propia divinidad, o si pensamos en la cualidad que se atribuye a la adoración popular hacia ese símbolo y que a menudo se despacha con un rezo de corrido para cumplir. No, no me refiero a ese sentimiento religioso, sino, precisamente, a la veneración o reverencia que nos inspira determinadas cosas o personas que las convierte en sagradas.

Lo que queda del cuerpo de nuestro más universal pintor, tan asendereado en vida como llevado y traído tras su muerte, descansa al fin en uno de las tumbas más hermosas que pueda haber. En la humilde ermita, rodeado de los hermosos frescos que el mismo pintó, sin sospechar que lo acompañarían en un largo tránsito, esperan la resurrección los restos de Goya.
Del variado mundo que en las paredes y bóveda de la ermita representó el pintor, yo, cuando puedo ir, que son pocas veces, me quedo embelesado contemplando los femeninos ángeles con que adornó las jambas y el ábside. Esas muchachas madrileñas con alas, que el pincel de Goya vistió con delicadas sedas de suaves colores, para gloria suya y nuestra, esas aladas jóvenes de gentil cuerpo e inocente mirada pero dotadas de una especial sensualidad, carnal y espiritual a la vez, femenina y divina, me suscitan un gran sentimiento de latría, pero también  un fuerte deseo de ser acariciado por tan celestiales manos, o sea, una sensación de voluptuosidad difícil de expresar.
He dicho lo que nos queda del cuerpo de Goya, un montón de huesos, por los varios traslados que ha sufrido, y aún esto mezclados con los de su consuegro, pero, como se sabe, su cabeza no está, ni se conoce donde pueda parar, de modo que el pobre Goya deambulará palpando las celestiales carnes de sus ángeles doncellas, sin poder oler sus fragantes cuerpos, ni mucho menos besar sus sensuales labios, ni percibir los dorados y plateados destellos de sus  sedas. Toda una tortura, bien mirado, para quien tanto veneró la belleza femenina 
Cada uno tendrá el cielo que se merece y el de Goya no puede ser otro que una celeste pradera de San Isidro concurrida por el pueblo madrileño representado en la bóveda de la ermita. Por ella paseará, recobrada su cabeza, requebrando a las bellas y alegres mozas y bromeando con los paisanos y, sobre todo, rodeado de una corte de garbosas ángeles-doncellas llenándolo de atenciones y mimos. Si es necesario me vestiré de chispero, aunque muestre desgarbada figura, sobornaré al portero, si es preciso, pero yo me tengo que colar en ese paraíso. Es la única eternidad que me parece deseable.


Antonio Envid 
  

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