martes, 20 de julio de 2010

LA PRIMERA PERCEPCIÓN (Servando Gotor)


Dormía con la tranquilidad del deber cumplido. Con la paz del honrado. Con la profundidad de un alma limpia. Ay, Stanton, nadie diría que aquella misma noche habías segado dos vidas, dos. Y yo te había ocultado aquí, en mi casa, prestándote mi cama y mi pijama. Hasta las babuchas grises, algo desgastadas ya, habías usado de madrugada cuando te desvestías y paseabas entre la cocina y el baño. Entre la nevera y el retrete. Porque tenías sed, mucha sed, insaciable, insoportable, casi dolorosa. Y ganas de mear. ‘No sabía que matar diera tanta sed’, me dijiste antes de acostarte. Y ahora te tenía aquí, durmiendo. Como si nada. El cuchillo con el filo embadurnado de sangre negra, coagulada. El mango tibio todavía, como la temperatura de tus manos. El metal frío, brutalmente frío, como tu temple. Y yo allí, frente al televisor, contemplando tu rostro. Mayor ya, claro. Pero el mismo del niño, del hermano que tantas noches durmió junto a mí. Y me preguntaba cuánto había tenido que vivir, qué había tenido que vivir, para dormir así después de matar. Y entonces comprendí la absoluta impenetrabilidad de lo ajeno, por muy cercano que nos resulte.  Cada día, cada momento, mengua nuestra inocencia. Qué idiota. Excusas, excusas para un hermano homicida. Posiblemente. ‘O tú respetas las normas o las normas te respetan a ti’, le gustaba repetir a Stanton.

A mediodía despertó entre bostezos como tantas veces lo había visto despertar cuando niños. Y entonces sí, entonces vi por vez primera el horror en su rostro, cuando me miró extrañado, cuando divisó el entorno insólito. Sólo unos segundos, porque enseguida se tranquilizó.
- Sabes, Murdoc, lo tengo comprobado, aunque escasísimas veces logro experimentarlo con verdadera intensidad: hay un momento al despertar en el que tu cabeza, o tu memoria, sí, más bien tu memoria... Hay un momento en que tu memoria sigue dormida. Tan sólo un par de segundos. O menos. Quizá menos.
- No te entiendo, Stanton.
- Tampoco creo que sepa explicarlo. No sé. Imagínate la primera percepción.
- ¿La primera percepción?
- Sí, la primera. Supongo que ya en el vientre de la madre, de nuestra madre. No sé, pero tiene que haber ese primer momento, esa primera percepción. El momento novedoso de la existencia, del ser.
- Ah, ya, sí. Ya veo. Eso es lo que ahora mismo te preocupa.
- Debe de ser monstruoso.
- Tú sí que me das miedo, Stanton.
- Monstruoso, sí. ¡La primera percepción! Como la primera vez que ves a un ser humano. ¿Te imaginas, Murdoc, te imaginas? La primera vez que ves el rostro de un ser humano: dos bolas blancas con una diana negra; dos teloncillos con pelos, como dos peines, que se abren y se cierran sin cesar, como abanicos; un matojo de pelo encima y, debajo, dos horrendos agujeros con aletas. Más abajo, dos carnes con unos filos blancos en su interior.
- Qué cosas piensas.
- Y no te digo nada si además llevas gafas.
- Jé. Como yo ahora, ¿no?
- Sí, como tú.
- Y luego, miras a tu alrededor... Colores. Sonidos. Olores.
- Sí, desde luego, estamos acostumbrados, pero la primera experiencia debe de ser extraña.
- ¿Lo ves? Aterradora.
- Sí, quizá.
- Eso es la vida, Murdoc. Horror. Lo que pasa es que nos acostumbramos, nos habituamos. Y el hábito, el sedante hábito, aparta esas sensaciones extrañas, las asimilamos y luego, incluso, hasta encontramos el lado hermoso que también tienen. O, no sé. Quizá el lado hermoso lo inventamos. Lo ponemos nosotros. Sí, seguro. Seguro, porque la primera percepción es de horror. Pero, de un modo absurdo, ese horrible rostro es el que después nos parece insoportablemente hermoso en las preciosas facciones de una mujer.
- Y a qué viene ahora, precisamente ahora, todo esto.
- No, nada, sólo para explicarte lo que te decía. Pues eso, no sé. Que lo tengo experimentado.
- Pero por qué ahora.
- Porque ahora mismo, al despertarme, lo acabo de sentir. ¿No has visto mi expresión de horror?
- Sí, claro que sí. Claro que la he visto. Pero yo pensaba...
- No. No era por lo de anoche. Era por lo que te digo, por esa primera percepción.
- Ahora sí que me horrorizas, Stanton. O sea, que por lo de anoche... tan tranquilo.
- No hablemos de fruslerías, ya te contaré luego. Deja que termine. Lo que quiero decirte es esto: que ahora, al despertarme, he sentido con fuerza esa cosa extraña. Al abrir los ojos y verte, sí. Las gafas lo primero de todo, agrandando como lupas los ojos, esas cosas tan extrañas que parpadean, vibran, palpitan espasmódicamente... dos bolas blancas con una diana negra; dos teloncillos con pelos, como dos peines, que se abren y se cierran sin cesar como dos abanicos… un matojo… y debajo dos horrendos agujeros con aletas. Luego, el resto de ti, todo lo demás: pelo, labios, manos. Después el entorno: colores, una ventana, libros, discos. Qué coño son todos esos objetos. Mejor: qué coño es eso, puesto que ni siquiera tengo el concepto de objeto, de persona, de nada. Vuelvo de nuevo la vista a ti porque, sin duda, eres lo más curioso que tengo a mí alrededor. Lo más terrorífico. Y entonces... ¿Quién coño, qué coño soy yo? Noto mis manos, las muevo; mis pies, todo mi ser. Y de repente, el cerebro, más bien la memoria, hasta entonces apagada, se conecta, plas. Ya está todo en su sitio. Yo soy yo. Tú, Murdoc, mi hermano, humano como yo; esto es una casa, la tuya; aquello una mesa; lo del fondo, libros... Todo en orden. Estoy aquí, sí, estoy aquí porque anoche...
- Anoche, sí.
- Pero deja que termine. No sé… quiero decir… que hay como un momento al despertar, o en algunos despertares. Un momento aséptico. La memoria limpia, o desconectada. Un momento en el que ves la vida como realmente es. Libre de toda influencia, propia y ajena.
- ¿Y...?
- Pues eso. Que la vida, realmente, con la mirada inocente de una cabeza limpia es horrorosa.
- Vale. Pero ahora háblame, de una puta vez, de lo de anoche, Stanton.
- Fruslerías. Ya te digo.
- Fruslerías, sí. Pero ¿y eso?
- ¿Eso? Ah, ya, el cuchillo.
- Pudiste haberlo limpiado, al menos. O, no sé. En las películas se deshacen de él, lo tiran a un río, por ejemplo... Lejos, lejos, con una mezcla de rabia, miedo y asco.
- También tú pudiste limpiarlo, o deshacerte de él, y no lo hiciste. Míralo ahí, manchado todavía.
- Yo no tengo nada que ocultar, nada que limpiar.
- Todos tenemos algo que ocultar.
- Yo no.
- Cómo que no. Me tienes que ocultar a mí. De hecho lo estás haciendo. Y con ello te implicas. Me encubres.
- ¿Y quién te ha dicho que no he llamado a la policía?
- Tus ojos, Murdoc. Tus ojos me lo dicen.
- Pero podría hacerlo ahora.
- Tampoco. Tampoco lo vas a hacer. Está en tus ojos. No, no lo vas a hacer.
- Bueno, venga, déjate de fruslerías, como tú dices, ¿qué coño ha pasado?
- Pues eso. Ya lo sabes: me harté y me deshice de ellos.
- De los dos, me dijiste.De África y del chico.
- Sí, de los dos.
- Pero por qué. ¡Es terrible!
- Porque estaba harto.
- Haberte ido, Stanton, haberte ido si tan harto estabas. Haberlos dejado. No hacía falta matarlos.
- ¿Pero es que no te das cuenta? Ya lo había hecho. Los había dejado. Varias veces los dejé. Eran ellos, ellos, quienes no soportaban que los dejara. Y tuve que optar. Al final tuve que optar: o ellos o yo.
- Hay muchas formas de huir de las personas, de las situaciones, Stanton.
- No te entiendo. No sé a qué te refieres.
- A si de verdad los habías dejado. A si de verdad habías dejado aquello.
- Me marché. Lo sabes.
- Sí, pero ¿era suficiente? ¿Bastaba con marcharte?
- Qué quieres decir Murdoc.
- Nada, Stanton, nada.
- Ya, ya. Ya te voy entendiendo, sí. El suicidio.
- No sé, tampoco quería decir eso, pero ahora...
- Eso es lo que hubieras querido, ¿verdad? Eso es lo que hubiérais querido. Tú y mamá. Todos. Que me quitara de en medio. Ya. Ya entiendo. Comienzo a ver todo claro. En realidad estábais deseando que me quitara de en medio hace mucho tiempo, ¿no es cierto, Murdoc? Siempre tan unidos. Os sobraba, claro.
- No he dicho eso, Stanton. Quería decir que... No sé. Estoy hecho un lío. Pero, no sé. Había otras fórmulas. Seguro que las había.
- Dime una. Tan sólo una. Aparte de esa, claro.
- No sé. No lo sé. Pero tiene que haberlas. Tiene que haberlas, Stanton.
- Yo no las vi.
- ¿Y esa?
- ¿El suicidio?
- ¿Pensaste en él?
- Sí, Murdoc, sí. Claro que pensé en eso.
- ¿Y...?
- La descarté.
- Evidente.
- Ya veo, ya veo. Hubieras preferido que yo me quitara del medio. Ya veo.
- No sé, a fin de cuentas... Y después del rollo que me has metido. Ese de que la vida es horrorosa, de la primera percepción.
- Un favor que les he hecho. Visto así...
- Pues eso es lo que digo, que el favor... bien te lo podrías haber hecho a ti mismo.
- ¿A mí?
- Me aterra tu cinismo, Stanton. Sobre todo en un momento así.
- Y qué, qué piensas hacer, entonces.
- No, no te preocupes. No seré yo quien descuelgue el teléfono. Pero si tan horrenda te parece la vida…
- Tranquilo Murdoc, tranquilo. Ya llegará mi momento. Y cuando así sea tendré toda la eternidad para no ser.
- Toda la eternidad.
- Sí. La vida es horrible, pero nos aferramos a ella. Todos. Incluso ellos. Por eso, por eso mismo. Por eso. Sabes, Murdoc, quiero experimentarla sin ellos.
- No, no podrás. Los llevarás aquí, en la cabeza, Stanton, en tu cabeza. Siempre.
- ¿A ese par de hijos de puta? Ni una pizca, ni una pizca de remordimiento, Murdoc, te lo aseguro.
- No, no. Ya veo. Ya veo. Me aterras. De verdad que me aterras. A fin de cuentas, qué coño te hicieron. Qué pudieron hacerte para acabar haciendo lo que has hecho.
- Amargarme la vida, Murdoc.
- ¿Sólo eso, amargarte la vida?
- Sí, amargármela más. ¿Te parece poco?
- Todo el mundo, todo lo que nos rodea, todo, nos amarga la vida. Te tendrías que cargar a un montón de gente y no acabarías nunca.
- Bueno. Quizá sea sólo el comienzo de una apasionante aventura de asesinatos. Aunque la vida sea horrible, me gustaría pasar a la historia.
- ¿El comienzo?
- Sí. Sí, porque no creo que esto acabe aquí.
- Me horrorizas, Stanton. No me dejas otra opción.
- ¿Qué haces, qué vas a hacer?
- El teléfono.
- No, no lo harás.
- Cómo que no.
- Porque no te voy a dejar.
- ¿El cuchillo? No, no me asustas. A mí, no. Conmigo no lo harías.
- Si me obligas, sí, Murdoc. Deja el teléfono.
- No, no pienso colgar.
- No se te ocurra marcar.
- Por supuesto que lo voy a hacer. He encontrado al enemigo y eres tú.

Luego, sí. Luego lo entendí. Entendí que durmiera con la tranquilidad del deber cumplido. Estaba ahí tumbado, sobre mi cama, con mi pijama y mis babuchas grises, algo desgastadas. La expresión de calma, de paz. Stanton tenía razón, la vida es terrible. Y yo. Yo, sin embargo, extrañamente tranquilo. Con la tranquilidad que da el deber cumplido. Con la paz del honrado. Con la profundidad de un alma limpia. Nadie diría que lo acababa de matar ahora mismo. Pero Stanton quería matar a más gente. Y al primero a mí. Quien no encuentra ningún fallo en si mismo, necesita una segunda opinión. Defensa propia, sí. Lo entenderán, yo creo que lo entenderán. En fin, ahora sí. Voy a llamar. 091 ¿no? Sí, voy a marcar. Pero. Estoy cansado. Me he agotado con la tensión, no la de la muerte. La de la conversación, sí. La tensión de la conversación. Y tengo sed, mucha sed, sí. Se ve que esto de matar da sed, mucha sed, insoportable, insaciable, casi dolorosa. Y ganas de mear, muchas ganas. Ya he ido dos veces al baño. ¿Y si no llamo? ¿Limpio el cuchillo? Qué absurdo, limpiarlo, de qué. ¿De la sangre? Menuda estupidez. El cuerpo está ahí, las heridas hablan por sí mismas. El puño, el mango, sí. Eso es lo que hay que limpiar. Mis huellas. Pero está aquí, en mi casa, con mi pijama, mis viejas babuchas grises. ¿Y si...? No. Sería peor. Sacar el cuerpo de aquí, deshacerme de él. No tengo fuerzas. No, ni valor. Joder, en vaya lío que me he metido. Ni siquiera noto el dolor por el hermano muerto. Con lo que siempre lo he querido. Con lo que siempre nos hemos querido. Tenía razón. Sí, la tenía. La vida es horrorosa. Me puedo quitar de en medio. Sería una solución, sí. Lo más fácil. No. Jodo, lo más fácil no sería. En absoluto. No, no. Lo que tengo que hacer es marcar y afrontar el asunto. Agua, más agua, qué sed. Defensa propia. Sí, defensa propia, está claro. Los mató a los dos y luego vino a por mí, sí. Y no sólo eso, que me dijo que luego pensaba matar a más. Sí, sí. Afrontaré el asunto. Mamá me apoyará. Mamá siempre ha creído en mí. Lo afrontaré. Aunque podrían pensar que... No, no, cómo van a creer que yo maté también al niño y, a su madre. Dios mío, qué sed. No, no, seguro que no. Cómo van a creerse que yo maté también a los otros. Si… El puñal. Limpiando el mango desaparecerán mis huellas, pero también las de él. Y está aquí, en mi casa. Joder. Qué coño hago. Qué puedo hacer. En qué lío me he metido. Tenía razón. Sí, la tenía. La vida es horrorosa. No sé. De momento voy al baño otra vez. No, no. Antes beberé un poco más de agua. Joder, qué sed. Últimamente está muriendo mucha gente que no se había muerto antes. Pobre Stanton, no sabía que para conseguir un poco de paz interior hay que renunciar al puesto de gerente general del universo. Los cocodrilos vierten lágrimas cuando devoran a sus víctimas, he ahí su sabiduría, es algo que Stanton nunca tuvo en cuenta.

De El guacamayo azul

2 comentarios:

  1. Servando, esa forma de escribirs perfecta para mi problema de concentración. Perfecta. Lo he leído del tirón y eso se simplemente extraordinario.

    En el fondo, parece más bien una conversación conuno mismo. O del yo con el superyó. si, Más bien esto último.

    Muchas gracias por este memorable relato.
    No lo dudes, lo voy a recordar.

    Vladimira

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  2. Muchas gracias, Vladimira. Lo he colgado esta mañana corriendo y ahora compruebo que el texto está salpimentonado por el gran talento de Narciso ("Pobre Stanton, no sabía que para conseguir un poco de paz interior hay que renunciar al puesto de gerente general del universo", por ejemplo), y que forma parte de El Guacamyo Azul que escribimos junto: sus aportaciones siempre poéticas y más irracionales y las mías más aristotélicas o cartesianas. Al releerlo le hace falta algún repasillo pero tu veredicto tranquiliza, claro.

    Besos.

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