martes, 12 de enero de 2010

Desde mi infierno (Servando Gotor)

He soñado. He vuelto a soñar amargamente con madame Bovary, con mi padre, con la guerra y con los ciegos. Volví a pasear por las praderas de un extraño valle y me dirigí al pedregoso riachuelo que lo atravesaba. Sus aguas descendían rápidas, como apresuradas por encontrar la paz del lejano Mediterráneo. Pero esta vez, en su movimiento, se reflejaba fija en la superficie la imagen joven y apacible de mi madre. Mis manos acariciaron su gélida incorporeidad consiguiendo arrebatar algunas gotas de su juventud que refrescarían mi rostro, sofocado y bermejo. Mis ojos participaron de su estructura cristalina y los relieves del valle se me presentaban múltiples, indefinidos y complejos: caleidoscópicos. Restaurado el paisaje, lo distinguí con mayor claridad. Reparé en un puente romano, cuya antigüedad me atraía y volé hacia él, porque todo lo enigmático nos seduce. Conforme me acercaba vislumbraba un extraño personaje ataviado con una túnica negra y un sombrero de alas caídas. Ya de cerca, observé que llevaba un báculo y cubría sus ojos con unas gafas de cristal negro. Era un ciego, claro. Levantaba su bastón como amenazándome y me alejé de él buscando de nuevo la paz y la juventud. Su voz se oía grave por todo el valle: ES MEJOR DEJARLOS ESTAR. ES MEJOR DEJARLOS ESTAR. Sumergí de nuevo mis manos en el riachuelo sobre la figura de mi madre, enjugué mi rostro y recuperé la paz y la serenidad que caracterizaron mi niñez antes de la Guerra, en la casa de mis padres. En el comedor, convertido en un tremendo salón rococó, con columnas salomónicas, amplias puertas de doble hoja a derecha e izquierda y múltiples y enormes ventanas ojivales, un conocido pianista de jazz interpretaba una gnosiana de Satie, triste y dulce al mismo tiempo. Parecía un baile de máscaras en que todos, incluido el músico, llevaban gafas oscuras y peluca, de forma que no era fácil reconocer a ninguno. Las mujeres, portaban antifaces que dotaban a sus ojos de miradas felinas. Se trataba de un baile de disfraces con tres invitados masculinos de excepción de quienes todo el mundo hablaba y señalaba pero que me resultaban irreconocibles por las gafas y las pelucas. Mi curiosidad se tornó en incertidumbre y la incertidumbre me devolvió el desasosiego. Los únicos personajes reconocibles para mí, por el templado contacto de sus manos, eran mis padres a quienes preguntaba inútilmente, una y otra vez, qué era lo que se celebraba. Mis insistentes preguntas sólo tenían una contestación: No seas impertinente y fíjate en esos tres. ¡Pero ¿quiénes son?!, insistía. ¡Fíjate bien y lo sabrás!, contestaba mamá. Pero, por más que lo intentaba, no los reconocía. Estaban sentados los tres en un lujoso escaño y portaban enormes capas negras que cubrían su vestimenta interior, con lo que aún resultaba más difícil identificarlos y distinguirlos entre sí. El del medio parecía el más joven y atractivo. "¿Has visto...? - me decía uno de los invitados refiriéndose a él - Al final, después de todo, ha demostrado ser un fenómeno. Para que luego digan de los judíos y de los homosexuales..." Lo miré fijamente, tratando de reconocerlo con este comentario y me sonrió, lo que me dio pié a preguntarle directamente quién era, y abrazándome me susurró al oído: “Gilberta, procura que no te pase como a Papá/Cisne, que luchó durante mucho tiempo y sufrió por una mujer que no era de su tipo." Mi padre, que se había acercado con respeto y admiración, se ofendió: "Eso no es cierto: ni la niña se llama Gilberta, ni yo soy El Cisne, ni padecí nunca por una mujer que no me gustara." "Entonces, ¿con quién se ha casado?". "Con... con... - papá temblaba al sentirse observado por mamá - con dos mujeres muy hermosas." "¿Hermosas...? - cuestionó el desconocido - Es posible, muy posible, porque las mujeres hermosas son para ustedes, los hombres sin imaginación. Y usted., don Joaquín, es un hombre sin imaginación. No lo olvide." "Pensándolo bien - replicó mi padre - he sido un hombre enamorado y por tanto, como usted mismo tiene dicho, las cualidades, las buenas cualidades del ser amado se las ponemos nosotros..., y son muy pocas las que realmente atesoran. Así que... -temblaba de nuevo- dudo... dudo si mis esposas son hermosas realmente o ello es fruto de mi imaginación..." "Bravo... Bravo... don Joaquín" Mamá se enfadó por el servilismo que observó en mi padre: “¡Serías capaz de venderte al mismísimo diablo cuando estás con una celebridad!" "¿Ha mentado usted al diablo, señora...?" La pregunta venía del otro personaje, el sentado a la derecha del anterior; el que, de los tres, denotaba un aspecto más arisco. "¡Sí!", contestó mamá desafiante. "Es que... verá: yo lo he buscado con ahínco y no lo he encontrado todavía," replicó, mientras sorbía una infusión de mate. "Será porque no lo ha buscado bien. ¿Dónde esperaba encontrarlo? ¡¡¿En las cloacas, en los subterráneos... acaso en los TUNELES?!! ¡NO!: ¡usted no lo ha sabido buscar! ¡Debió de haber abierto los ojos más!". El desconocido concluyó, mirándola fijamente: "¡señora!, ahora, ahora que los tengo bien abiertos, me parece que al fin lo he encontrado". "Tonterías, tonterías de falsos intelectuales -remató mamá-. Al diablo no hay que buscarlo con linterna, está aquí: en el lado de la luz." "¿Alguien ha hablado de la luz...?", preguntó el tercer personaje, mientras mis padres desaparecían. "Sí, le contesté: ha sido mi madre." "Pero Adelita -me hablaba con cariño-, si eres tú; tú que vas a dedicarme tantas horas de tu vida... ¿Te da miedo la oscuridad?" "Mucho", contesté. "Pues vayamos a la luz... -Se levantó y dominando todo el Salón exhortó a todos los invitados -: ¡VAYAMOS A LA LUZ!". El primero que se desprendió de las gafas y la peluca fue él: Jacinto. Sucesivamente lo hicieron los otros dos personajes: el segundo dejó su mate y su expresión arisca: era Sábato. Y el primero, el principal, el que estaba sentado entre los dos resultó ser Proust. El pianista de jazz, Ray Charles, cambió las gnosianas por El tiempo pasará. También mi padre se deshizo de sus gafas: ¡Fuera los espejuelos!, gritó como si todo hubiera sido una broma. Mi madre se desprendió de su antifaz y apartó de mis ojos el que los cubrían sin yo saberlo. Todos los invitados eran conocidos. El General Cardenio Nogales bailaba con Isabel, la hermana de la Nene; ésta con Manolo Pastor; mi padre con mamá y su madame Bovary a un tiempo; yo con Rubén que me llevaba en brazos mientras le insistía: "¿qué se celebra?, ¿qué se celebra?" y él me contestaba: "y a ti qué te importa, mocosa, ¿no te lo estás pasando bien...?, ¿sí?, pues de eso se trata." Pero los más hermosos, los que mejor bailaban, jóvenes y llenos de vida y plenitud eran Jacinto y Beatriz. Me dedicaron el baile: "Por ser la única que nos has entendido". Yo, sin hacerles mucho caso insistía a Rubén: "pero ¿por qué bailamos?, ¿qué celebramos?".


De El amor y las Moiras (1994)

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