martes, 7 de abril de 2009

La mirada del cofrade

Pero quién coño puede llamar a estas horas’, se había dicho Certeza descolgando el teléfono sin abrir los ojos. ‘¿Diga..? ¡Platón, serás imbécil..! ¿Qué haces que aún no estás en la droga Alfonso, eh...? ¿Que es pronto?' Colgó sin más y se dio media vuelta en la cama.

‘Más caga un buey que cien golondrinas’, fue lo primero que se dijo al oído Certeza Murdoc una hora después, cuando sonó el despertador. ‘Bien que me ha jodido el atontáo este’. Abrió la ventana del dormitorio y oyó las campanas de la Parroquia del reverendo Brown que tocaban a muerto. Y enseguida, en el cielo, la cola blanca de un enorme gato siamés. ‘Luego vendrá el culo y el marramiáu lanzará un enorme chaparrón sobre la isla’, presagió. ‘El culo. A Platón se le está cayendo el culo, sólo por eso los nazis lo hubieran enviado a un campo de concentración. Y mira que lo tenía guapo cuando le metí mano en el Contraseña Falsa, la noche de Miércoles Santo.’ Certeza fue al baño y se ducho con agua fría. Todo en orden. ‘Enamorarse es engañarse’, llegó a decir en voz alta, casi gritando como una destemplada soprano al notar el primer golpe, la primera irrigación que sintió helada. Luego entonó una saeta.

Había conocido a Platón aquel mismo Miércoles Santo. Noche de tambores y alguna saeta en San Cayetano. Hacía viento, como no. Y frío, mucho frío. El tiempo siempre es asqueroso en Semana Santa. Certeza bajó sola a la isla, aburrida, sin ningún plan. Por la tarde, Atropina la había telefoneado pero Certeza no tenía ganas de salir. Estaba con una novelita de François Sagan. Buenos días Certeza, o algo así, creía recordar que se titulaba. O no, dudaba, quizá Cierta Sonrisa o Ciertos días buenos. Nunca se acordaba de los títulos de los libros que leía, pero aquel tenía algo que ver con ella, con su nombre. Luego, vencida la tarde, se arrepintió de no haber aceptado la invitación de Atropina y bajó sola a la isla, segura de encontrarse con alguien. Evitó San Cayetano para eludir concentraciones y atascos. Con lo que no contaba era con que San Felipe, a esa hora, estaría igual de concurrida. El griterío y los tambores eran atronadores, hirientes. Certeza no entendía el gusto por estas cosas tan tétricas. Entre los cofrades, todos con la cara cubierta, destacaba uno muy gordo que, con paso marcial, iba de un lado a otro sin parar de dar órdenes y, a veces, hasta gritaba al público. Llevaba la cara descubierta. Un señor joven, con cazadora Burberry cuyos cuadros escoceses asomaban por el doble del puño, llevaba a su hijo sobre los hombros. ‘Papá, y ese señor ¿quién es?’ ‘El dueño de la procesión, Isidrín’. ‘Mentira, la profesión no tiene dueño’. ‘Bueno, pues si quieres vamos y se lo preguntamos a él, verás cómo es el dueño’. ‘No papa, no, no le preguntes nada'. ‘Como quieras, Isidrín’. Certeza se sintió sola, atrapada por una multitud que la aprisionaba e inmovilizaba. ‘Por lo menos, esa higuera que se asoma por encima de la pared se lleva bien con mi alma’, se dijo al oído, ‘estoy en el peor lugar y en el peor momento’. Ni siquiera podía cruzar a la otra acera. Estaba condenada a tragárse el paso completo: la Cofradía de Jesús de la Humillación, María Santísima de la Amargura y San Felipe y Santiago el Menor. Por lo menos eso dijo con la boca casi pegada a su oreja un brasas que tenía detrás, experto, según era de oir, en la Semana Santa zaragozana. Luego, también dedicado a la oreja de Certeza, describió el uniforme: ‘Túnica blanca; capirote negro con el emblema en el antifaz, aunque los bombos lucen tercerol en lugar de capirote. El hábito se complementa con capa, cíngulo, guantes, zapatos y calcetines negros. La medalla es de plata con cordón blanquinegro, con la Virgen de la Amargura en el anverso y el anagrama y el nombre de la cofradía’. ‘Vaya, vaya con este señor, pues sí que sabe usted’, dijo con retintín un hombre mayor y encorbatado que momentos antes había presumido de conocer personalmente a Gustavo Re en sus mejores tiempos. ‘Querrá decir en sus tiempos’, le apostilló otro que iba con él. ‘Mi novia tiene las tetas de hierro’, dijo un muchacho. ‘Imagina que hay una guerra y no vamos nadie’, dijo una señora. A Certeza se le acababa la poca paciencia que tenía cuando, de repente, desde un balcón la voz gitana más clara y hermosa jamás oída se marcó una saeta aprovechando uno de los silencios de los tambores:


¿Dónde vas Paloma Blanca
a deshoras de la noche?
Voy en busca de mi hijo
que lo entierran esta noche.


‘Pero si aún no lo han matáo’, dijo un gracioso. ‘Esto ni estaba previsto ni se acomoda al paso’, sentenció el especialista de atrás. Y volvieron los tambores. Los neones intermitentes de los bares de la plaza seguían el ritmo. ‘Un novio, eso es lo que yo necesito’, se decía Certeza. ‘Alguien sobre el que disponer a mi antojo: ahora quiero, ahora no quiero. Un hombre fuerte y con personalidad para exhibirlo ante las amigas pero débil y sumiso conmigo. Nada del otro mundo. Lo que toda mujer busca. Atento sólo a mí, a mi capricho: ahora quiero, ahora no quiero. Un novio, sí. En momentos como este no tendría más que decirle sácame de aquí y él se desviviría por hacerlo, se enfrentaría a todos, hasta al chulo ese del retintín, y me liberaría de todo esto’. La imagen de María Santísima del Dulce Nombre se alejaba. Luego, el Jesús de la Humillación paró allí, junto a Certeza y se hizo el silencio.

Por una montaña oscura
va caminando mi Jesús
y como la noche estaba oscura
Judas llevaba la luz.


‘Ese cofrade, o me lo parece a mí, o se ha quedado conmigo’, pensó Certeza mirando de reojo al que tenía más cerca, apenas a un metro de ella. Volvió a mirarlo dos, tres veces más. ‘Joder, como que no me quita ojo. Claro, allí debajo, oculto por el capirote, ya puede. Si tuviera algún signo así, no sé, algo que lo distinguiera bien, que lo individualizara del resto y se diera cuenta de que yo me daba cuenta de que. Los ojos, sí, los ojos, cómo mira el tío. Son unos ojos... verdes. Pero qué mirada. Si estuviera sola tendría miedo. Y que no la aparta, que no aparta la mirada. La mano, sí, la que sostiene la vela. La mano... ¡el reloj! Ya está. Se ha fijado, se ha fijado que me he fijado en su reloj. Qué horterada de reloj, no le pega. No, no le pega, con la personalidad que tiene y un reloj así: Esfera roja. ¡Un reloj con esfera roja y corona azul! Solo falta Pluto, ¡Dios!’. Y entonces sí, entonces Certeza le retó con la mirada, fijándola en la de él y señalando con ella el reloj, haciéndole saber que ya lo tenía pillado, que ya podría identificarlo. El cofrade apartó la mirada. La marcha se reanudó y el paso se recogió en la Iglesia. La muchedumbre se dispersó y Certeza se fue al Barba Azul. Alguien habría por allí, alguien conocido, seguro. En el trayecto no dejó de pensar en la mirada del cofrade. Lo del reloj casi lo había olvidado, pero la mirada no. Al cabo de dos horas la mirada seguía ahí, en su cabeza. De madrugada, en el Contraseña Falsa, comentaba con una amiga, las dos junto a la barra, que se está mejor así, sola, que las mujeres en realidad no necesitamos a los hombres. Ellos sí, ellos no saben dar un paso sin el aliento nuestro detrás, pero nosotras nos valemos muy bien solas. Así que, aparte de que nos hagan un hijo cuando queramos o nos echen algún que otro polvo, para lo único que nos sirven es para eso, para crearnos problemas’, decía la amiga mientras Certeza, cansada ya, casi sin oirla, asentía mecánicamente. Estaba incómoda porque detrás de ellas había, además, un jovencito bastante feucho con frac azul y chaleco amarillo que no paraba de decir sandeces con pretensiones filosóficas, casi tan palizas como el tío aquel entendido en procesiones. Certeza iba a despedirse ya de su amiga, cuando el muchacho aquel, que parecía bobo, estiró el brazo entre las dos para pagar la cuenta. La muñeca casi rozó los párpados de Certeza. ¡El reloj! Se quedó sin habla pero lo miró fijamente a los ojos. Verdes, los tenía verdes. Él enrojeció.

-¿Cómo te llamas?
-Platón, ¿y tú?
-Certeza, yo Certeza. ¿Y el hábito?
-¿Qué habito?
-Coño, el de la cofradía, el que llevabas antes.
-¿Yo?
-Venga por favor, no me vaciles. Sé perfectamente que eras tú.
-Que me capen si lo entiendo. Desde luego, lo que es yo, jamás he militado en ninguna cofradía. No me gustan esas cosas, en serio.
-Pero si te acabo de ver en la procesión.

Comenzaron las risas, los juegos. ‘Todo lo que tú quieras, pero tu mirada y el reloj, el reloj ese tan horrible, son los mismos. A mí no me engañas’.

Certeza salió de la ducha riéndose al recordar la cara que puso Platón cuando, a los pocos minutos, allí mismo, en el contraseña falsa, le metió mano. Sí, le tocó el culo. Qué culo tenía entonces Platón. Quedaron para el día siguiente y ella le regaló un reloj decente. ‘¿Es que no te gusta éste?’. ‘No’, contestó Certeza casi ofendida. Platón llegó a creerse que era guapo. No terminaba de asimilar que Certeza se había enamorado de un hombre sin cara, de unos ojos y de un horrible reloj.

(de 'El Guacamayo Azul' -Narciso y Servando-)

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