lunes, 24 de noviembre de 2008

Buscando Raíces


Mi amigo de infancia José Ignacio, muy aragonés él -como yo-, tuvo un ataque de añoranzas en los noventa, aún no superado: recuperar “nuestras” señas de identidad, “nuestra” fabla. Yo me río porque sólo se busca lo que no se tiene, y entonces él se enfada. Hombre, a mí me gusta discutir pero sólo hasta cierto punto. Porque cuando me amenaza con “afusilarme por modorro” le digo adiós y vuelvo a mi barricada.

Mi amigo José Ignacio, muy aragonés él -como yo-, no entiende ni entenderá que el mito de la confusión de lenguas de Babel representó una verdadera catástrofe; que en el Paraíso todos se entendían porque hablaban una misma lengua; y que resulta inconcebible un Paraíso políglota en el que uno tan sólo de sus habitantes pueda sentirse marginado porque ni entiende ni le entienden.

Mi amigo José Ignacio tampoco concibe que, tras la confusión de lenguas de Babel, la humanidad se fue zafando del castigo divino hasta conseguir, con enorme esfuerzo y sacrificio, un nuevo idioma común para comunicarse: el latín. Y que gracias a ello se logró el mayor progreso desde los tiempos del Paraíso.

Tampoco entiende que ese idioma común no lo impuso el imperio romano a la fuerza (ni por leyes ni por armas), como no impuso su religión (recuerden a Pilatos lavándose las manos), sino que fueron las gentes con afán de progreso las que se ocuparon por aprenderlo simplemente porque les interesaba. Como ahora interesa el inglés y el español.

A mi amigo José Ignacio tampoco le cabe en la cabeza que con la caída de Roma llegó una segunda Babel: la oscura Edad Media, sólo superada siglos después por ese “renacimiento” del latín y el clasicismo. “Renacimiento” también conseguido con enorme esfuerzo por sabios reyes y sacerdotes que, con sus escuelas de traductores y sus escritorios monásticos, se preocuparon por conservar y traducir la cultura clásica que, más tarde, dignos próceres “ilustrados”, consiguieron “divulgar” despertando a un pueblo que sólo así supo y pudo rebelarse.

Mi amigo José Ignacio desconoce aquello de “divide y vencerás” y que lo que más ha incomodado a las dictaduras es, precisamente, que el pueblo se entienda bien. Desconoce que el alfabetismo no es entender la jerga de mi barrio sino el idioma mayoritario; y que Hitler, Stalin y McCarthy (el de la “caza de brujas”) temblaban con el esperanto, un intento de idioma universal inventado (vano, por lo demás, como lo es todo artificio lingüístico no impuesto).

Mi amigo de infancia, José Ignacio, muy aragonés -como yo-, busca sus señas de identidad en una lengua que jamás habló ni él, ni su madre, ni la madre de su madre. Y anda un poco perdido porque tampoco sabe a cuál atenerse: si al chistabín, al benasqués, al somontanés, al tensino, al ribagorzano o al pinocho (no se rían: en la web hay un diccionario aragonés cotejado con la fabla de Pina). Y al final, sí, algo caza de mi bisabuela, porque acaba llamando azanoria a las zanahorias y alicóteros a los helicópteros. Olvidándose que un idioma no es un argot sino un crisol donde ideas y conceptos fermentan a fuego lento. Que no son palabras como “gato” o “mesa” las que lo forjan sino los verbos “ser” o “estar”, los cantares épicos, las novelas ejemplares o los tratados filosóficos. Y de todo eso carecen el cheso, el ansotano y, por supuesto, el euskera, por muy interesantes y queridos que sean, que lo son.

Mi amigo de infancia, José Ignacio, “buscando sus raíces” (obvia señal de que las desconoce) ya no me habla, me llama facha, me dice que no soy aragonés, amenaza con quemar mi barricada y hasta se ha cambiado el nombre: ahora, a los cincuenta, se hace llamar Chusé Inazio.

(El Comarcal del Jiloca 22/02/2008)

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